No sé lo que me ha llevado a escribir esta carta, pero lo que es seguro es que ha sido un cúmulo de pequeñas circunstancias influidas por las fechas, aunque sólo ellas está claro que no han sido, si no pudieron las dieciséis anteriores no iban a ser estas Navidades diferentes. Todo empezó hace dos días cuando yendo a cenar en Noche Buena a casa de mis padres acabé aparcando delante del Colegio Evaristo Valle, recorrí la valla exterior y la luz entrecortada que se colaba entre los barrotes me proyectó una película en blanco y negro cuya banda sonora eran risas y gritos que recorrían el patio y las aulas, que cabrón el tiempo, como hornea los recuerdos poco a poco para servírtelos en su punto justo, tiernos por dentro y crujientes por fuera. Mientras me iba alejando me alegró comprobar que la valla de madera del jardín que habíamos hecho en 5º curso seguía en pié, me acordé como cada uno de nosotros había cortado, lijado y pintado una de las piezas, al final todas eran distintas, unas más altas, otras más estrechas, otras más gruesas, como reflejo de cada una de las almas que habían puesto su ilusión en ellas. Finalmente unidas habían logrado resistir el paso del tiempo, seguramente mejor que alguno de sus creadores que vagaban solitarios por el mundo con una capa de barniz de menos. Seguí mi camino a casa y el trayecto se me hizo cortísimo, y es que ya no había kioskos, ni balones, ni bicicletas, solamente coches que no servían para utilizarlos como porterías.
Hoy volví al hogar paterno a devolver los tapers vacíos de los excesos y fue entonces cuando se cruzó en mi camino una caja de madera que creía perdida en el fondo de mis recuerdos, aletargada dormía enterrada esperando que la descubrieran. Arqueólogo y protagonista en este caso eran la misma persona, al abrirla una luz increíble me guió a otra dimensión llena de fantasmas apilados, el la base encontré ocho que habían venido desde Cádiz con acento asturiano, ocho sábanas manchadas por una niña que me cautivó y que no sé como se me había escurrido entre los dedos. Los sobres se habían vuelto a cerrar por el peso del tiempo, cada vez que abría uno me sentía igual que la primera vez que me habían visitado. Recuerdo recogerlos de la portezuela de las ilusiones que ahora ya sólo recibe felicitaciones de empresa y cartas con más números que letras. Reviví como las ocultaba en el bolsillo y las iba acariciando mientras el ascensor me hacía subir más rápido de lo habitual, comía pausadamente como tratando de controlar el ansia por leerlas, pero siempre que tenía carta me saltaba el postre para poder asimilar mejor el dulce que me enviaban por La Ruta de la Plata. Una a una las leí y comprobé con tristeza como la letra redondeada que al principio corría alegremente por campos de ilusión se iba partiendo y acababa afilada como el electrocardiograma de un moribundo. Hice números y me dí cuenta que me tocaba escribir a mí.
Espero que la Natividad que está leyendo haya cuidado de la Nati que conocí y que les vaya muy bien a las dos.
Si es otra persona la que lee y le ha gustado la carta espero que haga todo lo que esté en su mano para buscarla y contarle la historia, una de esas bonitas historias que a veces suceden en Navidad.
Un beso enorme donde quiera que estés.
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