La sombra de su belleza era tan larga como la del atardecer y la precedía allí donde fuera, su cuerpo había sido moldeado por el mismísimo diablo, sólo él podía mezclar ese cuerpo explosivo con esa cara angelical, en una de sus más claras burlas a su antagonista.
Solían parar en una cafetería esquiva que tímidamente ofrecía sus servicios en una pequeña calle céntrica. Escogía a sus clientes haciéndoles serpentear varias veces entre callejuelas de sombras y muros estrechos de piedra antigua que la unían con el bullicio frenético de la ciudad, tras el maquillaje rancio de su fachada se encontraba un rincón acogedor en el que nadie pedía nada, no hacía falta ya que el camarero traducía los saludos de sus clientes en comandas, todo el mundo tenía su sitio a su hora. Ella tomaba cortado con dos de azúcar y lo hacía siempre en una pequeña mesa de mármol que había junto a la única cristalera del bar, con el periódico haciendo las veces de mantel pasaba las páginas sorbo a sorbo, él se sentaba en la barra, justo donde hace esquina, cerca de la entrada y desde donde tenía una vista directa de su diosa, desde allí podía observarla sin molestar ya que rara vez levantaba la vista de la mesa, su pelo moreno y ondulado solía estar aprisionado en un ramillete del que se escapaba parte del flequillo, que de vez en cuando se tenía que acomodar detrás de la oreja, aunque éste no tardaba mucho en escaparse como un niño travieso y juguetón al que le gusta provocar.
Un día él aprovechó para ir al servicio cuando ella se levantaba a pagar, quería comprobar si con los tacones de aguja que siempre vestía alcanzaba su metro ochenta, mala decisión, en el cruce su perfume le golpeó con la fuerza de un bate de béisbol dejándole medio noqueado, le costó llegar al baño sin tambalearse, pero lo que más le costó fue sacarse ese olor del cerebro donde se le quedó incrustado para siempre, ese mismo día recorrió la sección de perfumes de El Corte Inglés para comprar una porción de su belleza y poder tenerla consigo en un frasquito, que cual lámpara mágica sólo tendría que frotar y cerrar los ojos para que ella se presentara al instante. Después de ese día decidió que fuera su mente la única que recorriera los diez metros que los separaban, mil veces los recorrió él y mil veces ella, encuentros ideales vacíos de palabras y cargados pasión, y es que ¿Qué le podía decir que no le hubieran dicho ya? ¿Cómo ser original? ¿Cómo ser natural? podría pasarse toda la vida leyendo libros y no encontraría un piropo que le hiciera justicia y podría pasarse otra vida buscando uno que no le hubieran dicho ya. Sólo le surgían guiones baratos llenos de neblina y desenlaces anunciados.
Esa semana ella no apareció, no era la primera vez que lo hacía, en noviembre tenía vacaciones y no aparecía en todo el mes, entonces era cuando él en la intimidad de su casa aprovechaba para sacarla de frasco y disfrutar juntos de historias fuera del bar, echaba unas gotas en la almohada y soñaba feliz abrazado a su soledad, unas veces en playas paradisiacas, otras en una cabaña de madera perdida en el monte, pero siempre solos, siempre felices. Esta vez era febrero y no era normal, las dudas le atormentaron los cinco días y más porque él la semana siguiente tenía una convención fuera de la ciudad y faltaría a la cita diaria con su obsesión.
El domingo en el aeropuerto recorría los pasillos cruzándose con gente ausente que desplazaban su cuerpo por el edificio mientras su alma estaba al otro lado del viaje, al acercarse a la zona de facturación borracho de luces y carteles se tropezó con un carro que apareció de repente tras una columna, el carro era empujado por unos tacones en los que se calzaban unas piernas interminables, alzó la vista para disculparse y se topó cara a cara con su cama, con su almohada y con su perfume, sin tiempo a procesar lo que iba a decir su mente se la jugó y saludó al rostro familiar que tenía delante suyo, sintió que ese "hola" le acarrearía explicaciones vergonzantes que no estaba preparado para dar, explicaciones de quien, donde y porque, en una cascada de respuestas embarazosas que desembocarían en el reconocimiento de sus sentimientos hacia ella y peor aún, en la confirmación de su inexistencia como ser, de ser como parte de un mobiliario transparente en su vida diaria. Ahí se encontraban mirándose a los ojos cuando ella le devolvió el saludo con tono jovial y una sonrisa, la breve conversación que siguió al saludo se podía haber desarrollado perfectamente en un ascensor.
A su vuelta tiró las sábanas la almohada y el perfume y no volvió a pisar el bar nunca más.
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