Caminaba sin tocar el suelo. Risas, abrazos y besos formaban parte de su rutina. Los saludos le caían como la lluvia fina. Por el día nunca la veía nadie, pero al llegar la noche, se calzaba sus zapatos de azúcar, se pintaba su cuerpo con seda y se maquillaba con lápices transparentes. Cuando la luna difumina sombras en las calles es cuando la reina visitaba las fuentes de la juventud donde la gente bebe sin tener sed, ahí se desenvolvía como nadie, acariciaba a todos con su perfume, y a los que se acercaban les susurraba canciones al oído. Los piropos y halagos la arropaban todas las noches. Hacía tan bien su papel que todo el mundo se lo creía, incluso ella muchas veces. Pero la realidad era muy distinta, y es que mientras regalaba porciones de deseo, nadie se comía su tarta, mientras vendía humo de colores, ella jamás había conocido el arcoíris y el halo de belleza que la acompaña se apagaba con la soledad al llegar a su fría casa. No se fijó que los flases de las cámaras no eran más que el aviso de los truenos futuros. Una vez que pasó la tormenta llevándose sus zapatos de azúcar, nadie la volvió a ver y nadie la echó de menos ya que el casting nocturno la sustituyó inmediatamente.
Hoy me pareció verla en la panadería haciendo cola para comprar el pan aunque sus zapatillas rosas me dijeran lo contrario.
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