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Había escrito 100 veces “te quiero”
rememorando en cada trazo, una caricia, un beso, un abrazo; paladeando tras
cada coma, un sabor, un tacto, un aroma; visualizando al poner el palito de la
“t” ese brillo hipnótico de unos labios entornados, justo en el instante que se
ofrecen para ser besados, ese momento mágico en el que todo cobra sentido, en
el que ese cuño vivo, húmedo y mullido
sellaba a la vez el final y el principio del camino. Clavó con chinchetas la
lista en la pared y salió de su casa, aún más orgulloso, aún con más sed.